De independencia, argumentación y legitimidad
La Suprema Corte es el órgano en el que la Constitución deposita la función máxima de defender el orden que la misma establece. A través de sus fallos, la Corte salvaguarda el federalismo, preserva la división de poderes y protege los derechos humanos de las personas, lo que hace de ella un órgano equilibrador, un contrapeso al ejercicio del poder y un pilar esencial de la democracia.
Pero para que la Corte pueda llevar a cabo un control efectivo de la constitucionalidad de los actos del poder público, es necesario que cuente con autonomía respecto de éste, para lo cual la Constitución le otorga una serie de garantías institucionales, cuya finalidad es aislarla de los procesos políticos, como salvaguarda de la independencia de sus integrantes.
Así, la independencia judicial se traduce en un sometimiento a la Constitución y al derecho por encima de influencias externas —ya sea que provengan de autoridades o de particulares— y se erige en un derecho de las personas, que les asegura pleno acceso a la justicia y una protección efectiva de sus derechos fundamentales. La independencia no es, pues, una situación de privilegio para los jueces constitucionales, sino una garantía de que las sentencias que dicten, ya sea a favor o en contra de cualquiera de las partes, serán expeditas, imparciales y razonadas.