El ciudadano olvidado
Artículo publicado en Nexos, año 28, volumen XXVIII, núm. 342, junio 2006.
Ana Laura Magaloni y Arturo Zaldívar
Es un lugar común afirmar que, en los últimos 10 años, la Suprema Corte de Justicia se ha convertido en un actor poderoso y relevante. No cabe duda de que la Corte, en este tiempo, ha jugado el papel de árbitro en algunos de los conflictos políticos más importantes del país. Dichos conflictos se han originado en el seno del proceso de redistribución del poder producto del nuevo pluralismo político. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿es éste el papel que le corresponde a un Tribunal Constitucional en una democracia? Reducir la misión del Tribunal Constitucional a la de árbitro de conflictos
entre actores políticos es desconocer su poder real, es decir, su posibilidad de impactar en la construcción de una democracia sustantiva.
La Constitución es una norma jurídica sui géneris, por lo tanto, el tribunal que la interpreta también tiene una función singular. A diferencia de los preceptos legales cuya finalidad principal es disciplinar conductas, los preceptos constitucionales, en cambio, tienen fundamentalmente dos cometidos. Por un lado, buscan establecer las reglas del juego político democrático (división de poderes, pluralismo político, elecciones libres, etcétera) y, por el otro, pretenden garantizar que la acción de gobierno se lleve a cabo dentro del marco de determinados valores esenciales a un régimen democrático (libertad, igualdad, dignidad, no discriminación, transparencia, rendición de cuentas, etcétera). Estos valores quedan recogidos, principalmente, en el conjunto de derechos fundamentales y libertades constitucionales que debe tener todo ciudadano frente a los detentadores del poder. En último término, la totalidad del entramado normativo de la Constitución busca generar una forma de organización política, en donde los gobernados se conviertan en ciudadanos y donde el poder se ejerza dentro de los límites y controles que conlleva la materialización de esta ciudadanía.