La violencia contra las mujeres tiene mil caras, mil maneras de expresarse. Se ejerce en las escuelas, en los hogares, en los centros de trabajo, en las calles y desde las instituciones. Cada día las mujeres experimentan diversas formas de violencia, en un contexto de tolerancia social apabullante. Vivimos en una sociedad que violenta mujeres y que se resiste a reconocerlo. Una sociedad que busca siempre racionalizar esta violencia, justificarla, o peor aún, aceptarla como natural.
Una de las expresiones de la violencia de género es aquella que se ejerce contra las mujeres a través de sus hijos e hijas particularmente en el contexto de los procedimientos familiares y que, en su forma más grave y extrema, puede culminar con el asesinato de éstos. Es una forma particularmente cruel de violencia, que busca dañar a las mujeres “con lo que más les duele”, como suelen decir los propios perpetradores.
Las historias de violencia vicaria se repiten una y otra vez y siguen un patrón similar: comienzan con violencia doméstica, violencia psicológica y, cuando las mujeres terminan la relación, vienen las amenazas, el acoso, y los procedimientos familiares marcados por los estereotipos y la discriminación.