Existen voces que pretenden plantear un falso debate entre el respeto a los derechos humanos y el combate a la delincuencia. Presentan la cuestión como un juego de suma cero, en el que a mayor garantismo penal corresponde menor protección del orden público, o como un asunto de tensión entre los derechos de víctimas y delincuentes. En esta lógica, sostienen que la prisión preventiva es necesaria para la seguridad en las calles, para evitar que los delincuentes las invadan con motivo de la entrada en vigor del nuevo Sistema de Justicia Penal y que sin ella, persistirá la impunidad.
La realidad es que el uso de la prisión preventiva está profundamente arraigado en nuestra cultura y en nuestra práctica judicial, y que con ello se ha normalizado la percepción de que es un instrumento válido de persecución penal. Sin embargo, las consecuencias negativas de su uso excesivo están ampliamente documentadas: propicia condiciones de hacinamiento y violencia en las cárceles; tiene un impacto desproporcional en las personas de menores recursos por la dificultad de acceder a una defensa adecuada o pagar una fianza; eleva los costos de la gestión penitenciaria, y genera un incentivo para alargar los procesos, así como para dictar sentencias condenatorias que justifiquen los largos periodos de reclusión preventiva…