Los terribles hechos de Torreón, en los que un niño de 11 años se quitó la vida tras matar a una de sus maestras y herir a varios de sus compañeros de escuela, nos confrontan nuevamente con una de las consecuencias más dolorosas de la espiral de violencia en la que estamos inmersos desde el inicio de la llamada guerra contra el narcotráfico: la de toda una generación de niñas, niños y adolescentes a los que la violencia les ha arrebatado todo. Las cifras que dan cuenta de esta realidad son escalofriantes: de 2007 a la fecha, alrededor de 16 mil 700 menores de edad han sido asesinados; 6 mil 800 están desaparecidos; se calcula que 460 mil han sido reclutados —voluntaria o forzosamente— por bandas del crimen organizado, que los entrenan para fungir como halcones, narcomenudistas y hasta sicarios y torturardores, o los mantienen en situación de esclavitud para siembra de amapola; 40 mil han quedado huérfanos. Muchos otros han debido migrar o desplazarse, y para cientos de miles —como fue el caso de José Ángel— las huellas psicológicas de la violencia y el daño a su salud mental tendrán consecuencias fatales o los acompañarán por siempre, bajo la forma de depresión y adicciones. Según datos del Inegi, cada mes se registran 50 suicidios infantiles. Las niñas, niños y adolescentes son las víctimas más inocentes y las más invisibles de esta guerra fallida, que solo consiguió incendiar al país y sumergirlo en una descomposición social de la que parece difícil volver atrás.