Todas las grandes transformaciones jurídicas requieren ir acompañadas de un cambio cultural que las aterrice. Las normas, por sí solas, no modifican la realidad, sino que es la manera en que son acogidas en el sistema, lo que les da su plena efectividad. Así, por más ambiciosa que sea una reforma constitucional o legal, su impacto y su capacidad para generar un cambio social están supeditados a que los encargados de aplicarlas e interpretarlas lo hagan de manera orientada a lograr sus fines y objetivos.
Así sucedió, por ejemplo, con la reforma constitucional en materia de derechos humanos de 2011, la cual enfrentó dos visiones completamente diferentes sobre su alcance: para algunos, la reforma debía leerse dentro de los cánones tradicionales sobre jerarquía normativa y control de constitucionalidad, mientras que para otros, implicaba una completa redefinición de nuestro constitucionalismo. Tras arduos debates en el pleno de la Suprema Corte, finalmente prevaleció una interpretación que revolucionó nuestro sistema jurídico, al determinarse que existe un bloque de constitucionalidad formado por los derechos humanos contenidos tanto en la Constitución como en los tratados internacionales, que sirve de parámetro para juzgar la validez del resto del orden jurídico nacional…