La Constitución define a nuestra República como democrática, representativa, laica y federal. Lo anterior implica que más allá de la histórica separación entre el Estado y las iglesias, la laicidad constituye un principio que se proyecta normativamente sobre las instituciones políticas y jurídicas, con la finalidad de asegurar una imparcialidad del Estado frente a todos los cultos, creencias y organizaciones clericales, de manera que no se privilegie a ninguna de ellas. Se trata, en tal sentido, de un parámetro de validez del orden jurídico que, en su desarrollo teórico más aceptado, comprende varios aspectos.
En primer lugar, un principio de neutralidad negativa o de no intervención, por el que el Estado debe abstenerse de prohibir o de inhibir la realización de actos de culto individuales o colectivos, garantizando de esa manera la libertad religiosa de las personas. Correlativamente, un principio de neutralidad positiva que implica que el Estado debe abstenerse de subvencionar, ayudar o promover cualquier religión u organización religiosa. Ambos aspectos de la neutralidad deben respetarse de igual manera, respecto a quienes eligen no practicar religión alguna, así como respecto a posturas como el ateísmo o el agnosticismo. Por último, y de manera relevante, el principio de laicidad exige también que las normas jurídicas sean neutras frente a la moral religiosa…