La violencia contra la mujer persiste implacablemente. Desde las micro-agresiones cotidianas en la calle, el transporte público, o la oficina, hasta la violencia física, sexual y el feminicidio, esta violencia permea todos los ámbitos de la vida pública y privada: se da en las relaciones familiares y de pareja, en escuelas, el medio laboral, la política, en las iglesias, en los servicios que presta el Estado. Las estadísticas dan cuenta de cifras alarmantes de mujeres agredidas por personas cercanas a su entorno; del mayor riesgo que tienen las mujeres maltratadas de contraer VIH/sida, y de la concepción que aún se tiene de que la violencia contra la mujer en el ámbito familiar es un asunto privado.
Las razones que dan origen a esta violencia siguen profundamente arraigadas en la sociedad y en las relaciones de poder que esta reproduce. Los estereotipos que la alimentan se transmiten de generación en generación a través de los roles que la sociedad asigna a hombres y mujeres, y se reflejan en toda la estructura social. En este sentido, una de las facetas más peligrosas de la violencia de género es la discriminación que de manera directa o indirecta permea a las leyes y al ámbito mismo de la impartición de justicia, lo cual produce que cuando las mujeres deciden iniciar un proceso judicial para defenderse de los abusos, lejos de obtener la reparación que buscan, muchas veces terminan siendo revictimizadas…