La semana pasada la Corte Suprema de Estados Unidos emitió tres sentencias profundamente regresivas con los derechos fundamentales. En un lapso de dos días, la nueva integración conservadora determinó que las universidades no pueden utilizar acciones afirmativas por razón de raza en sus procesos de admisión, que ciertos comercios pueden negarse a prestar servicios a personas LGBTI+ si consideran que hacerlo vulnera su libertad de consciencia, e invalidó la decisión del gobierno federal de condonar préstamos estudiantiles otorgados a unas 40 millones de personas.
Estos fallos detonaron duros cuestionamientos sobre la legitimidad de la justicia constitucional, incluso al interior de la Corte. En sus votos disidentes, las juezas Kagan, Sotomayor y Jackson subrayaron que la Corte había excedido, en todos los sentidos, los límites que le impone su rol en el sistema constitucional norteamericano. Recordaron que el papel de la Corte no es opinar sobre cualquier cuestión legal en abstracto, ni erigirse como un órgano fiscalizador sobre los otros poderes, sino resolver controversias concretas. Señalaron que no les corresponde a las cortes decidir cuánta regulación es demasiada, ni intervenir en los procesos políticos, sino velar imparcialmente por la vigencia de la Constitución. De lo contrario —afirmaron las juezas— la justicia constitucional se degrada en “un peligro para el orden democrático”.