La independencia judicial es un pilar del Estado de derecho, componente básico de cualquier orden civilizado. Contar con jueces y juezas que hagan valer nuestra Constitución, que impongan límites al ejercicio arbitrario del poder y que den vigencia a los principios y valores que ésta consagra es la mayor conquista de la democracia. Sin embargo, en momentos de gran polarización —cuando los extremos se acentúan y la rivalidad política se intensifica— surgen voces que distorsionan su sentido, pretendiendo que juezas y jueces tomemos partido en la arena política para “probar” nuestra independencia. Exigen que si queremos convencer de que somos realmente independientes, debemos vociferar, no ser tibios y enarbolar las causas de los distintos jugadores políticos. De lo contrario —dicen— no hay independencia judicial, solo complacencia y sumisión.
Lejos de respetar la autonomía del Poder Judicial, estas voces pretenden utilizarlo como arma política. Al igual que las presiones provenientes del poder político, siempre presentes, estas fuerzas buscan debilitar la imparcialidad propia de la función jurisdiccional, desfiguran la división de poderes, amenazan la integridad judicial y erosionan el sistema que garantiza que los conflictos sociales se resuelvan de manera pacífica y razonada. Por eso, tanto en momentos de estabilidad como de polarización política, debemos tomarnos en serio la independencia judicial. No como un instrumento más del repertorio de estrategias disponibles para el juego político, sino como una garantía para la función jurisdiccional y como una responsabilidad pública indispensable para la vitalidad del Estado de derecho…