Milenio

Contra el discurso de odio

Desde hace algunos años estamos presenciando, en diversas partes del mundo, un proceso de polarización, en el que las sociedades están cada vez más enfrentadas, divididas, y en el que más allá de la pluralidad —deseable en cualquier democracia— pareciera que lo que unos buscan es el acallamiento, la sumisión total del contrario. Peor aún, determinados grupos sociales, identificados en torno a rasgos étnicos o religiosos, son señalados como origen de los problemas que aquejan a la sociedad y como amenaza a la misma.

En estos procesos, el uso del lenguaje desempeña un papel muy relevante. A través del discurso dominante en una sociedad, se forma una determinada visión del mundo, se establecen normas culturales y se replican las relaciones de poder. En particular, cuando el lenguaje se utiliza para referirse a grupos sociales determinados y definir su identidad, su contenido influye en la percepción del valor que tienen y del lugar que ocupan en la colectividad y, eventualmente, inciden en el comportamiento de las mayorías frente a ellos. Así, por un lado, el lenguaje perpetúa los estereotipos, arraiga los prejuicios y, por otro, cuando conlleva menosprecio, ofensas o descalificaciones, produce la marginación, estigmatización y exclusión de ciertos individuos. Cuando el lenguaje machista, homófobo o racista permea a la sociedad y se convierte en aceptable, las conductas discriminatorias son inevitables y pueden llegar a los extremos, por ejemplo, de los feminicidios o de los ataques a personas homosexuales, transgénero, etc. En suma, el lenguaje no es irrelevante; es agente de transformación de la realidad y en tal sentido, debemos cobrar conciencia de la manera en que es empleado en el discurso público…

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