No soy ni pretendo ser un crítico de cine ni un gran conocedor del séptimo arte. Pero cuando una película toca fibras tan profundas como lo hace La forma del agua, de Guillermo del Toro, encuentro fascinante preguntarme qué elementos están al origen de esa magia, cómo puede alcanzarse esa belleza.
Por un lado, sin duda, está la cinematografía. La película es un verdadero poema visual y sonoro que nos transporta a un mundo acuático y etéreo, en el que todo parece ondear constantemente. Los rayos de luz que surcan las aguas, los reflejos en la piel escamada del monstruo, la música, las actuaciones y el ritmo mismo de la trama se combinan para preservar, a lo largo de toda la cinta, esa sensación inicial de una realidad suspendida en el tiempo y en el espacio.
Es en este escenario onírico en el que surge la historia de amor: una historia de romance y erotismo entre una criatura acuática, que es mantenida cautiva en un laboratorio gubernamental secreto, y una mujer con discapacidad del habla, empleada de limpieza del lugar. Estos seres, a quienes el mundo niega un espacio, encuentran el suyo propio y lo defienden, desafiantes. El improbable triunfo del amor entre los protagonistas nos pone en contacto con la esperanza de que más allá de las apariencias, más allá de las diferencias, más allá de las percibidas imperfecciones, dos almas se pueden identificar. Es un recordatorio reconfortante de que todos podemos encontrar el amor en los lugares más insospechados…