Resulta paradójico que en este mundo hiperconectado, en el que expresarnos está al alcance de un teclado, en el que cualquiera de nosotros puede decir lo que piensa en tiempo real y en el que los mensajes pueden llegar a audiencias masivas en cuestión de segundos, queda claro que no nos estamos hablando, no estamos dialogando. No estamos teniendo la deliberación pública de la que se nutren las democracias.
El espacio público se ha ensanchado y se ha abierto a la participación de cada vez más personas, que tienen la posibilidad de difundir y hacer oír su voz. La posibilidad de expresar y difundir ideas y opiniones ya no está reservada a los actores políticos tradicionales, abonando así a la pluralidad y la diversidad de opiniones. La promesa de este modelo es la de transitar hacia una toma de decisiones más legítima, que tenga sustento en un debate robusto y que por ello sea aceptable para las personas implicadas.
Pero a pesar de su enorme potencial para la democratización del debate público, hemos visto que las redes sociales no siempre son un lugar propicio para generar el mercado de las ideas al que aspira la doctrina sobre libertad de expresión. También han servido como cajas de resonancia en las que solo escuchamos el eco de nuestra propia voz. La anonimidad que brindan ha permitido la difusión de ideas extremistas y mensajes de odio que se diseminan rápidamente y adquieren por ese hecho un halo de legitimidad. Han dado lugar a la proliferación de comunidades ideológicas que determinan en su propio seno lo que es falso y verdadero, sin ningún tipo de apego a la información objetiva, a la que descalifican en forma automática por provenir de otras comunidades de las que desconfían…