La corrupción es un mal que afecta a todos los ámbitos de la vida en sociedad. Impide que las personas accedan a servicios públicos de calidad, entorpece la correcta impartición de justicia, fortalece la delincuencia organizada, produce la dilapidación de los recursos naturales, frena las inversiones, impide el crecimiento y el desarrollo, genera inseguridad jurídica y, al obstaculizar el disfrute de los derechos humanos en condiciones de igualdad y no discriminación, socava la democracia. En suma, la corrupción frustra el cumplimiento de los fines mismos del Estado.
Particularmente en nuestro país, el grado de enquistamiento de la corrupción en todas nuestras estructuras es escandaloso. La manera en que se ha normalizado en nuestra vida cotidiana y en las esferas del poder público, y la impunidad que la acompaña —la cual lastima quizá más que la propia corrupción, porque entraña una doble corrupción— nos coloca a la par de los países menos avanzados y es el principal obstáculo en nuestro tránsito hacia un Estado constitucional y democrático de derecho.
Como respuesta a esta realidad, y con la amplia participación de la sociedad civil, se estableció en nuestra Constitución el Sistema Nacional Anticorrupción, del cual deriva a su vez todo un entramado complejo de leyes secundarias, cuya finalidad es coordinar a las autoridades federales, estatales y municipales en sus esfuerzos para prevenir, investigar y sancionar los actos de corrupción, mediante el establecimiento de políticas públicas uniformes, instrumentos de medición adecuados, así como una intervención directa de la ciudadanía en la operación del sistema…