El año pasado se cumplieron 10 años de la reforma constitucional en materia de derechos humanos que abrió nuestra Constitución al derecho internacional y robusteció los mecanismos para su garantía. Desde aquel momento subrayé su carácter histórico: una reforma capaz de transformar el derecho y la justicia en nuestro país mediante el desarrollo expansivo de los derechos humanos.
Con todo, para lograrlo era indispensable la labor interpretativa del tribunal constitucional, pues ninguna reforma tiene la capacidad de alcanzar sus fines por sí sola. Así, en 2011 las ministras y ministros de la Suprema Corte enfrentamos una decisión histórica: impulsar la visión garantista de la reforma o continuar atrapados en el pasado. Tomarnos en serio la Constitución y desarrollar una jurisprudencia robusta en beneficio de la gente, o seguir encerrados en el formalismo y la indiferencia. Convertirnos en un auténtico Tribunal Constitucional o renunciar a serlo.
Para mí, la ruta a seguir era clara: debíamos desarrollar los derechos humanos y darles efectividad. La tarea no era menor, pues nuestra cultura jurídica —cerrada, legalista y letrista— no estaba preparada para una revolución de esta magnitud. ¿Cómo podíamos consolidar el rol de la Suprema Corte como un auténtico defensor de los derechos humanos?