El derecho humano a la igualdad se sustenta en la noción básica de dignidad de la persona y en la idea de que ningún grupo debe ser considerado superior y tratado con privilegio y, correlativamente, ninguno otro puede ser señalado como inferior y tratado con hostilidad. Este derecho reconocido en la Constitución y en numerosos tratados internacionales prohíbe, por tanto, la discriminación, esto es, todo trato diferenciado que tenga por objeto, o como efecto, anular o menoscabar los derechos de las personas, por cualquier razón que atente contra la dignidad humana, por ejemplo, el origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, etcétera.
El derecho a la igualdad tiene una dimensión sustantiva que parte del reconocimiento constitucional de la desventaja histórica en que se encuentran ciertos grupos sistemáticamente discriminados, y que impone el deber de remover los obstáculos que han impedido el goce efectivo de sus derechos en condiciones de igualdad con el resto de la sociedad. En efecto, la desigualdad social que existe en nuestro país es la consecuencia de la reproducción histórica de una serie de patrones de conducta social, cimentados en estereotipos, sesgos, prejuicios e inercias, que han mantenido una notoria disparidad en las relaciones sociales. Fenómenos claramente documentados como la existencia de techos de cristal —que impiden de facto el ascenso profesional de las mujeres—, la baja movilidad social asociada al color de piel o la pobreza ligada al hecho de ser indígena solo encuentran explicación en términos de estructuras muy arraigadas que perpetúan una situación de ventaja y privilegio para algunos grupos y una imposibilidad para otros de elegir libremente un proyecto de vida.