El miedo al otro
En todas partes del mundo, las sociedades siguen siendo asoladas por un mal insidioso, cuya existencia muchas veces se busca negar, minimizar, relativizar o justificar, pero que en los hechos se traduce en la imposibilidad, para millones de personas, de gozar a plenitud de los derechos inherentes a la dignidad humana, sin más motivo que el color de la piel, la nacionalidad, la orientación sexual o la identidad de género.
El racismo, la xenofobia, y todas las formas de odio contra las minorías sexuales explotan el miedo a lo desconocido, a la diferencia, a la otredad. Patrones socioculturales muy arraigados imponen un miedo de aquello que se percibe como extraño o ajeno y le asocian estereotipos y prejuicios construidos por la propia sociedad. Así, sin siquiera conocer a una persona, hacemos asunciones y le atribuimos ciertas características, sin más información que su pertenencia a un determinado grupo. Peor aún, la identidad de una persona puede llevar a considerarla como una amenaza a la cultura, a la nación, a la familia; al mundo como lo conocemos. Una amenaza, a fin de cuentas, a nuestros privilegios.
Las situaciones persistentes de marginación y desigualdad que ocurren en todos los rincones del mundo tienen su origen en este tipo de patrones, estructuras y dinámicas sociales, en virtud de las cuales se excluye a las personas de una pertenencia plena y completa a la sociedad, con motivo de su religión, género, raza, etnicidad, clase socioeconómica, discapacidad, orientación sexual, tono de piel, etc.
Las similitudes entre los miembros del grupo dominante se perciben como constitutivas de una superioridad y se cree que justifican ejercer el poder sobre quienes no las comparten, al grado de que se anula la capacidad de sentir empatía frente a otras personas, solo por considerarlas diferentes, como si sus diferencias las privaran de humanidad.